Así planeé mi boda desde el primer momento.

Siempre me había parecido curioso escuchar a la gente hablar de la organización de su boda. Algunos lo contaban como una auténtica odisea, llena de tensiones, discusiones y prisas; otros lo recordaban como una etapa casi mágica, donde cada decisión, por pequeña que fuera, se convertía en un pedacito de ilusión compartida. Cuando llegó el momento de empezar a planear la mía, no sabía muy bien a qué grupo terminaría perteneciendo, pero sí tenía claro algo: quería implicarme de verdad, desde el primer instante, porque sentía que no se trataba únicamente de una celebración, sino del comienzo visible de una vida en común.

Aunque muchas veces se tiende a pensar que la novia lleva el timón absoluto, en mi caso decidimos repartir las tareas de manera equitativa, y me lancé con entusiasmo a participar en todo lo que tuviera que ver con la organización: desde la búsqueda del lugar hasta la elección de la música, pasando por las flores, las invitaciones o el menú, cada paso se convirtió en una oportunidad de compartir y construir juntos algo que nos representara. Con el tiempo descubrí que lo más importante era disfrutar del proceso, porque no había que verlo como una lista interminable de tareas, sino como una experiencia compartida que iba dando forma al día más especial de nuestras vidas.

La decisión de casarnos.

Lo primero fue ponerle fecha al compromiso. Queríamos que la boda reflejara nuestro amor, pero también nuestra manera de ver la vida, y por eso teníamos que pensar en el cuándo y el cómo antes incluso de empezar con la parte más práctica.

La conversación fue de esas que se recuerdan con cariño, porque estaba llena de emoción y también de realismo. Hablamos de nuestro presupuesto, de lo que significaba para nosotros reunir a la familia y a los amigos, de los viajes que tendríamos que aplazar y de la manera en la que queríamos celebrar.

También nos hicimos regalos. Yo le regalé un anillo increíble, de compromiso, pero ella no se quedó atrás. Por lo visto mi prima le había recomendado Serrano Joyeros, así que se decidió por un reloj azul que me encantó.

En aquel momento comprendí que planear una boda no era únicamente elegir flores o un traje elegante, sino abrirse a un proyecto conjunto en el que la comunicación y las decisiones compartidas se convertían en el verdadero cimiento.

El lugar donde todo empieza a tomar forma.

Una vez que tuvimos clara la idea de casarnos y un horizonte temporal aproximado, llegó la elección del lugar, y he de decir que este punto me hizo darme cuenta de lo importante que es soñar con los pies en la tierra. Queríamos un espacio bonito, con personalidad, donde todos los invitados se sintieran cómodos y, al mismo tiempo, que no supusiera una ruina económica.

Visitamos varias fincas, hoteles y espacios de celebración, y aunque cada uno tenía su encanto, hubo un momento en que sentimos un “clic”. No era un lugar lujoso, ni tampoco el más caro, pero nos transmitía calidez y parecía encajar con lo que buscábamos: un espacio rodeado de naturaleza, con rincones íntimos y un salón amplio para que la fiesta pudiera alargarse hasta la madrugada.

Recuerdo caminar por aquellos jardines mientras imaginaba a mis amigos riendo, a mis padres charlando tranquilos y a nosotros cruzándonos miradas de complicidad en medio del bullicio. Fue entonces cuando entendí que más allá de lo bonito que era, lo importante era que transmitiera sensación de hogar.

El presupuesto, la realidad que marca el camino.

Hablar de dinero no es romántico, pero es fundamental.

En ese punto nos sentamos con calma, calculadora en mano, y empezamos a repartir partidas: el lugar, el catering, la música, las flores, la decoración, el fotógrafo y todos esos detalles que a primera vista parecen secundarios, pero que suman más de lo que uno imagina.

Desde el principio nos prometimos no caer en la trampa de gastar por gastar. Queríamos una boda bonita, sí, pero no a costa de hipotecar nuestros primeros años juntos, así que buscamos un equilibrio: invertir en aquello que realmente destacaría para los invitados y para nosotros, y ser más sencillos en lo que no era esencial. Por ejemplo, dimos prioridad al menú y al fotógrafo, porque sabíamos que la comida y los recuerdos visuales serían lo que perdurara, mientras que, en otros aspectos, como los centros de mesa, nos decantamos por versiones más sencillas que aun así resultaban elegantes.

Las invitaciones.

El diseño de las invitaciones fue más especial de lo que creía. En teoría era una cuestión práctica: elegir un formato, un papel bonito y enviarlas a tiempo. Sin embargo, pronto nos dimos cuenta de que eran la primera señal para nuestros seres queridos de que algo grande estaba en marcha.

Queríamos que reflejaran nuestra personalidad y no fueran un simple trámite, así que después de mirar catálogos interminables, terminamos encargando un diseño personalizado que incluía un dibujo del lugar de la ceremonia y unos colores suaves que evocaban el ambiente que queríamos para ese día. Al recibir las primeras pruebas en casa, sentí una emoción inesperada, porque ver nuestro nombre juntos, con la fecha marcada, hacía que todo dejara de ser un plan abstracto para convertirse en algo tangible.

El traje y el vestido.

Aunque la tradición suele poner el foco en el vestido de la novia, yo también viví mi propia búsqueda del traje con ilusión. Tenía claro que no quería algo excesivamente clásico, pero tampoco extravagante. Mi objetivo era encontrar un punto intermedio que me hiciera sentir cómodo, elegante y, sobre todo, fiel a mi estilo.

Las primeras pruebas fueron divertidas y un poco desconcertantes: me veía disfrazado, como si estuviera interpretando un papel que no terminaba de encajar. Pero poco a poco, con ayuda de un sastre cercano, fui dando con el conjunto ideal: un traje azul marino, una corbata sobria y un chaleco claro que aportaba un aire distinto sin salirse de lo formal.

Cuando me vi al espejo con todo puesto, entendí por qué la gente dice que ese momento es especial.

Mi novia, por su parte, buscó un vestido que le hiciera ilusión, aunque no me dejaba verlo hasta el día especial ¡No podía ser de otra manera!

La música.

Elegir la música fue una de las partes que más disfruté. Cada tema tenía que aportar algo más que ritmo: debía ser un reflejo de nuestra historia.

De modo que nos sentamos varias noches con auriculares, recordando canciones que nos habían acompañado en viajes, en cenas improvisadas o en momentos de calma en casa. Poco a poco fuimos armando una lista que hablaba de nosotros y que también pensaba en los invitados: queríamos que hubiera variedad, que nuestros padres reconocieran temas de su época y que nuestros amigos encontraran himnos para bailar hasta el amanecer.

El día que entregamos la lista definitiva al DJ sentí que habíamos tejido un hilo invisible que uniría a todos, porque la música tiene ese poder de convertir una reunión en una fiesta y de transformar los recuerdos en melodías que vuelven una y otra vez a la memoria.

La ceremonia, ¡Emoción en estado puro!

Preparar la ceremonia fue quizá el momento en el que entendí de verdad lo que estábamos a punto de vivir. Decidimos personalizar algunos detalles: lecturas hechas por amigos, palabras improvisadas de nuestros padres y una entrada acompañada por una canción que siempre había tenido un significado especial para nosotros.

Recuerdo ensayar mentalmente ese instante muchas veces, imaginando las caras de los invitados, la emoción contenida, la respiración agitada justo antes de vernos frente a frente. Aunque todo se planifica con antelación, lo cierto es que la magia de ese momento no puede ensayarse ni controlarse, simplemente ocurre.

El banquete y la fiesta.

El banquete fue la ocasión de agradecer a todos los que estaban allí su presencia. Nos esforzamos en elegir un menú equilibrado, con opciones para todos, sin caer en la tentación de complicar demasiado. Lo importante era que la comida fuera abundante, sabrosa y que diera pie a conversaciones animadas.

Cuando llegó la fiesta, sentí que todo encajaba: la música, el ambiente, las risas de los amigos, los brindis improvisados y las miradas cómplices de quienes sabían que ese día quedaría grabado en la memoria colectiva.

Fue entonces cuando comprendí que todo el esfuerzo de meses tenía sentido, porque lo que estábamos viviendo no era solo nuestro, sino un regalo compartido con los demás.

Una experiencia que siempre recordaremos.

Al mirar atrás, lo que más valoro de la planificación de la boda es sin duda el camino recorrido.

Cada conversación, cada decisión compartida, cada pequeño desacuerdo y cada acuerdo logrado con paciencia se convirtieron en aprendizajes que hoy forman parte de nuestra vida diaria.

Organizar una boda es, en cierto modo, un ensayo general de lo que significa convivir: repartir responsabilidades, gestionar ilusiones, aceptar diferencias y trabajar juntos hacia un objetivo común. Y quizás por eso lo recuerdo con tanto cariño, porque más allá de la celebración, fue un proceso que reforzó nuestra unión y que nos mostró cómo ser equipo en las situaciones importantes.

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