Cómo rehabilitamos la antigua casa de mis padres

casa

La casa de mis padres era una casa de campo que pasó de mis abuelos a ellos, y que ahora, con el paso del tiempo, se caía a trozos. Las paredes rezumaban humedad, los techos tenían manchas negras y las ventanas apenas cerraban bien. Pero nadie se atrevía a derribarla.

Somos cuatro hermanos, todos varones. Yo soy el segundo, tengo 45 años, y durante mucho tiempo la casa se mantuvo igual, más por nostalgia que por otra cosa. Pero cuando vimos que mis padres ya no podían moverse con facilidad y que el lugar se había vuelto incómodo para ellos, decidimos ponernos de acuerdo: había que rehabilitarla.

 

Una casa con historia y muchos problemas

La casa está en un pequeño pueblo del interior. Era de mis abuelos, que la construyeron a principios del siglo pasado. Tenía muros gruesos, techos de madera y un encanto rústico que, si uno la miraba con cariño, todavía se podía percibir. Pero hacía años que necesitaba algo más que una mano de pintura.

Había humedades en casi todas las paredes, el tejado dejaba pasar el agua cuando llovía fuerte, y el suelo se había hundido en algunas zonas. El baño era tan pequeño que apenas cabía una persona, y la cocina conservaba muebles que se caían a pedazos. Mis padres habían resistido viviendo así, pero ya era insostenible.

El primer paso fue reunirnos los cuatro hermanos para organizarnos. Cada uno aportaría una parte del dinero y se encargaría de diferentes tareas. El mayor, que es muy manitas, se ofreció a coordinar las obras. Yo, que tengo algo más de paciencia, me quedé con los trámites, los permisos y las conversaciones con los técnicos.

 

Los primeros pasos

Desde el primer momento supimos que el trabajo sería más largo y caro de lo que pensábamos. El arquitecto que contratamos nos explicó que debíamos solicitar un permiso específico de rehabilitación, porque la casa tenía más de cien años.

Tuvimos que presentar planos, un informe técnico y un presupuesto detallado. Todo eso tardó casi dos meses en resolverse. Mientras tanto, empezamos a vaciar la casa, y ahí llegó la primera sorpresa: algunas vigas estaban tan podridas que se deshacían al tocarlas.

No fue fácil decidir qué conservar y qué cambiar. Queríamos mantener la esencia del lugar, pero también hacerlo seguro. Mi madre insistía en conservar las puertas antiguas y los azulejos del baño original, aunque al final tuvimos que reemplazarlos por otros parecidos.

 

Las humedades

Había manchas en el techo, en los muros y hasta en el suelo. Durante años, mis padres habían intentado arreglarlo con pinturas y productos que prometían milagros, pero el problema volvía.

Cuando abrimos las paredes, descubrimos que no había aislamiento, y que la estructura había absorbido agua durante décadas. Las filtraciones del tejado habían hecho el resto.

Fue entonces cuando decidí consultar con GENEO, una empresa especializada en la rehabilitación de edificios, para entender qué material era el más adecuado para evitar que eso volviera a pasar. El técnico que nos atendió nos explicó que muchos errores en casas antiguas se deben a usar materiales modernos que no “respiran”, lo que atrapa la humedad dentro de los muros. Nos recomendó un sistema de aislamiento transpirable y un revestimiento mineral que ayuda a mantener el equilibrio entre la humedad interior y exterior.

Gracias a esa información, evitamos cometer el error de cubrir las paredes con materiales plásticos, que solo habrían empeorado el problema.

 

Repartir tareas entre hermanos (y no matarse en el intento)

Los cuatro tenemos formas distintas de ver las cosas. El mayor quiere hacer todo rápido, el tercero se fija en los detalles y el pequeño, que es el más tranquilo, suele quedarse al margen hasta que hay que decidir algo importante.

Nos reuníamos cada fin de semana para revisar avances, y las discusiones eran inevitables. Pero a pesar de los roces, había algo que nos unía: todos queríamos ver la casa de nuestros padres en condiciones.

Hubo decisiones más complicadas que otras: si mantener las viejas contraventanas de madera o cambiarlas por otras nuevas con mejor aislamiento. Al final, optamos por conservarlas, restaurándolas, porque formaban parte del aspecto original de la casa.

También tuvimos que decidir si añadir un pequeño baño en la planta baja para que mis padres no subieran escaleras. Fue una de las mejores decisiones.

 

Adaptar la casa a sus nuevas necesidades

La rehabilitación no solo se centró en reparar, sino en adaptar. Mis padres ya tienen más de setenta años, así que quisimos hacerles la vida más cómoda.

Bajamos la altura de algunos enchufes y subimos los interruptores para que pudieran usarlos sin agacharse. Cambiamos el suelo del baño por uno antideslizante, ampliamos la ducha e instalamos barras de apoyo.

También hicimos una pequeña rampa en la entrada, disimulada con piedra, para que mi madre pudiera entrar con su carrito de la compra sin problemas. En la cocina, optamos por una encimera más baja y armarios accesibles, sin puertas pesadas.

Al principio, a mis padres les costó aceptar algunos cambios. Decían que la casa ya no parecía la suya. Pero cuando vieron que podían moverse mejor, se acostumbraron enseguida.

 

Lo que descubrimos bajo el suelo y las paredes

Bajo el suelo de una habitación había baldosas originales escondidas bajo capas de cemento, y detrás de una pared falsa, una vieja chimenea tapada hacía años.

Decidimos recuperar ambos elementos. Las baldosas, una vez restauradas, quedaron preciosas, y la chimenea se convirtió en el punto central del salón. Fue como si la casa nos mostrara pedacitos de su pasado mientras la íbamos curando.

Eso sí, también aparecieron sorpresas menos agradables: el cableado eléctrico estaba en mal estado, y las tuberías de plomo tuvieron que ser sustituidas por completo. Fue una inversión que no esperábamos, pero necesaria para garantizar la seguridad.

 

Los retrasos y el dinero

Por mucho que planifiques, las obras siempre se retrasan. Entre permisos, materiales que tardaban en llegar y lluvias que impedían avanzar, la rehabilitación se alargó casi tres meses más de lo previsto.

El presupuesto también se disparó. Lo que inicialmente iba a costar unos 40.000 euros, acabó rondando los 55.000. Tuvimos que ajustar gastos, renunciar a algunos caprichos y hacer parte del trabajo nosotros mismos, como pintar las habitaciones o lijar puertas.

Hubo momentos de frustración, sobre todo cuando parecía que no terminábamos nunca. Pero ver cada avance, por pequeño que fuera, compensaba el esfuerzo.

 

Los últimos detalles que hicieron la diferencia

Pusimos un suelo de madera cálida, recuperamos algunos muebles antiguos y combinamos otros más modernos para no sobrecargar el ambiente.

La casa seguía teniendo su carácter, pero ahora era mucho más funcional. Mantuvimos las vigas a la vista, pero tratadas contra la humedad. En el salón, colocamos una estufa de pellets para que el invierno no fuera tan duro.

También mejoramos la iluminación. Las bombillas amarillas fueron sustituidas por luces cálidas de bajo consumo, y añadimos puntos de luz en las zonas donde antes apenas se veía.

Al final, la casa conservó su alma, pero ya no daba miedo pasar una noche en ella cuando llovía.

 

Lo que aprendí de todo este proceso

Rehabilitar una casa antigua es una experiencia intensa. No solo por lo que cuesta en tiempo y dinero, sino por lo que implica emocionalmente. En nuestro caso, fue también una forma de devolver a mis padres un poco de lo que nos dieron.

Aprendí que no se trata de dejarlo todo nuevo, sino de respetar la historia del lugar mientras lo adaptas a la vida actual. También entendí que hay que escuchar a los profesionales y no improvisar soluciones rápidas, especialmente en temas como la humedad o la estructura.

Y algo más: rehabilitar una casa entre hermanos es una prueba de paciencia y cariño. No siempre estuvimos de acuerdo, pero al final todos empujamos en la misma dirección.

 

Ver a mis padres de vuelta en su casa

El día que pudieron volver a vivir allí fue de los más bonitos. Mi madre lloró al ver la casa limpia, luminosa, sin olor a humedad. Mi padre, que es más reservado, simplemente se sentó en su viejo sillón y dijo: “Ahora sí que parece nuestra casa otra vez”.

Verlos moverse con facilidad, sin tropezar con los escalones o sin preocuparse por el frío, nos hizo sentir que había valido la pena cada euro y cada fin de semana invertido.

Ahora, cada vez que voy a visitarlos, me doy cuenta de que no solo rehabilitamos un edificio, sino una parte de nuestra historia familiar. Y aunque el trabajo fue duro, también nos unió más como hermanos.

 

Lo que me gustaría que otros supieran

Si estás pensando en rehabilitar una casa antigua, lo primero que te diría es que tengas paciencia. Todo tarda más de lo previsto y siempre hay imprevistos.

Lo segundo, que no escatimes en los temas importantes: estructura, humedad, tejado y electricidad. Si esos puntos fallan, todo lo demás es temporal.

Y lo tercero, que intentes conservar lo que tenga valor sentimental, aunque sea más complicado. Las casas antiguas tienen alma, y perderla por querer hacerlo todo nuevo sería una pena.

Nosotros aprendimos sobre la marcha, pero al final lo logramos. Y ahora, cuando nos reunimos los cuatro hermanos en el porche a tomar algo, sentimos que ese esfuerzo conjunto se convirtió en algo mucho más grande que una simple reforma.

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